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Todos los veranos esperábamos con impaciencia que montaran a las afueras del pueblo el cine de verano. En el campo de fútbol, que en ese tiempo perdía su uso, instalaban la pantalla, una barra a modo de bar y todas las sillas de plástico unidas por los reposabrazos formando las filas. Las sesiones eran dobles, y allí vi todas las películas del oeste que recuerdo haber visto nunca. Mamá siempre nos preparaba unos bocadillos que nos comíamos en el descanso y una chocolatina para el postre. Algunos días nos colábamos para repetir las películas pero sin pagar, y entonces las veíamos tumbados entre unos arbustos a la izquierda de la entrada. Lo malo era, que al ser descubierto, los días que llovía permanecía cerrado.
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