miércoles, 29 de junio de 2011

Una mosca en la sopa - Charles Simic

La última tarde que fui a verla a la calle Doce Oeste, llevaba una botella de vino francés y una lata de paté. Mi padre acababa de darme algo de dinero y estaba muy contento. Pensaba que nos sentaríamos y beberíamos, como siempre. Pondríamos la música muy baja, algún disco de Billie Holiday o de Lester Young. "Blue Lester" o "Lady Be Good", quizá. La noche caería lentamente y ella encendería las luces. Cambiaría el disco y elegiría canciones todavía más tristes. Escucharíamos "Moanin' Low" y "Mean to Me" y se haría de noche. Me acercaría a ella y hundiría mi cabeza entre sus piernas. O esperaría a que la oscuridad fuera total y le diría que la quería. Me sentía temerario, ebrio de confianza.
La puerta del portal estaba abierta, y subí los escalones de dos en dos hasta llegar a su casa y llamé. Como no contestaba, aporreé la puerta con el puño. Por fin oí unos pasos pesados, se abrió la puerta y apareció un hombre que al parecer acababa de despertarse. Era de mi edad. Hasta se parecía a mí. Recuerdo que llevaba la camiseta empapada en sudor. Se quedó allí, esperando que yo dijera algo y yo farfullé una disculpa y bajé las escaleras a toda prisa.
Nunca regresé, y no fue por falta de ganas. No sé quién era esa mujer y tampoco el hombre que me abrió la puerta. Busqué su nombre en revistas literarias durante años, pero nunca lo encontré. Hace poco pensé en ella, cuando pasaba por la calle Doce Oeste. Recordé que todavía conservo parte de uno de sus poemas. Está escrito en una hoja con el membrete del Hotel Drake, de Chicago, y tan sólo consta de ocho versos.




Charles Simic. Una mosca en la sopa. Vaso Roto Ediciones. 2010.

miércoles, 15 de junio de 2011

El frío, de Thomas Bernhard

Sentía verguenza de haber venido aquí, a una asistencia ordenada. De haber salido del caos de una familia desamparada, ya casi totalmente destruida, para ser cuidado. Aquí, de repente, me daban comidas a horas exactamente establecidas, me dejaban en paz en fin de cuentas y, por una vez, podía realmente dormir a gusto, lo que en casa no me había sido posible ya desde hacía semanas, ninguno de nosotros había podido dormir ya, todo se había concentrado en nuestra madre, enferma de muerte, a la que había que atender ininterrumpidamente desde el punto de vista médico. El marido de mi madre, mi tutor, y mi abuela se habían sacrificado en el verdadero sentido de la palabra y, de forma totalmente abnegada, se habían hecho cargo de todo lo que, de otro modo, sólo puede hacerse en una clínica, por ejemplo, administrar inyecciones a cada hora, día y noche, durante meses, y en definitiva durante mucho más de un año, y todo lo demás que sólo puede saber, comprender y apreciar quien lo ha hecho o lo ha visto de cerca con sus propios ojos. Con qué ligereza formulan sus juicios los que nunca se han visto en una situación así, y no saben nada del sufrimiento.


Thomas Bernhard. El frío. Anagrama, 1996.

lunes, 6 de junio de 2011

Asco, de José Ángel Barrueco

 
Si piensas en un crucero no te viene a la cabeza cultura, cine o literatura. Sería más correcto decir que las imágenes que se forman en casi cualquier cabeza son mojitos, fiesta, sol, piscina y sombreros de paja. O algo parecido. Por eso, yo no habría llevado a Jab de crucero. No si pretendía que se convirtiese en el alma del barco, en el gran contador de chistes, en el tipo más moreno o el que más baila. Jab no es así. Y por eso este libro gana en cada página. Porque es su capacidad de observación la que le acompaña todo el tiempo. Esa que le permite criticar a los que sólo comen porque es gratis o al fulano que cuando habla se le olvida que hay más opciones que gritar. Pero no queda todo ahí. Este libro también va de amor y de familia, del mar y los barcos, de viajes, de disfrutar pequeños momentos y de compartir tantos otros, de vida. Y de libros, este libro también va de libros. Así que la mezcla provoca que durante más de 170 páginas te quedes enganchado a él. Así de simple.



Al salir del camarote y juntarme con el personal me dio un poco de vergüenza. Resaltaba, y a mí no me gusta resaltar. Se percibía que por allí deambulaba un tío distinto, uno que pasaba de protocolos y de hostias. Yo era el negro en una cena de blancos, el chino en un barrio de árabes, el raro, el diferente. Supuse que sería blanco de miradas y de apodos y que tal vez alguien me llamaría a mi El Friki en presencia de sus amigotes. Incluso los niños (y hasta los bebés) iban más arreglados y mejor vestidos que yo.




José Ángel Barrueco. Asco. Editorial Eutelequia. 2011.