miércoles, 15 de junio de 2011

El frío, de Thomas Bernhard

Sentía verguenza de haber venido aquí, a una asistencia ordenada. De haber salido del caos de una familia desamparada, ya casi totalmente destruida, para ser cuidado. Aquí, de repente, me daban comidas a horas exactamente establecidas, me dejaban en paz en fin de cuentas y, por una vez, podía realmente dormir a gusto, lo que en casa no me había sido posible ya desde hacía semanas, ninguno de nosotros había podido dormir ya, todo se había concentrado en nuestra madre, enferma de muerte, a la que había que atender ininterrumpidamente desde el punto de vista médico. El marido de mi madre, mi tutor, y mi abuela se habían sacrificado en el verdadero sentido de la palabra y, de forma totalmente abnegada, se habían hecho cargo de todo lo que, de otro modo, sólo puede hacerse en una clínica, por ejemplo, administrar inyecciones a cada hora, día y noche, durante meses, y en definitiva durante mucho más de un año, y todo lo demás que sólo puede saber, comprender y apreciar quien lo ha hecho o lo ha visto de cerca con sus propios ojos. Con qué ligereza formulan sus juicios los que nunca se han visto en una situación así, y no saben nada del sufrimiento.


Thomas Bernhard. El frío. Anagrama, 1996.

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