miércoles, 22 de febrero de 2012

La lluvia amarilla


Mientras hubo vecinos en Ainielle, la muerte nunca estuvo vagando más de un día por el pueblo. Cuando alguien moría, la noticia pasaba, de vecino en vecino, hasta el final del pueblo y el último en saberlo salía hasta el camino para contárselo a una piedra. Era el único modo de librarse de la muerte. La única esperanza, cuanto menos, de que, un día, andando el tiempo, su flujo inagotable pasara a algún viajero que, al cruzar por el camino, cogiera, sin saberlo, aquella piedra. A mí me tocó hacerlo varias veces. Cuando murió Bescós el Viejo, por ejemplo. O cuando Casimiro, el de Isabal, apareció una noche muerto, en el camino de Cortillas, con varias puñaladas en el cuerpo. Casimiro había bajado a la feria de Fiscal a vender unos corderos, pero jamás volvió con el dinero de la vena. Un pastor de Cortillas encontró su cadáver, al cabo de diez días, bajo un montón de piedras. Yo estaba con las ovejas el puerto y fui el último en saberlo. Y, aquella noche, mientras todos dormían, volví al lugar donde la habían hallado y se lo conté a una de las piedras amontonadas por el asesino para ocultar el cuerpo.



Julio Llamazares. La lluvia amarilla.
Seix Barral. 1988.

martes, 21 de febrero de 2012

La tragedia de Puerto Hurraco

Resuelta a no dejarse ganar por la primera impresión del día, cogió las sábanas y salió al campo para tenderlas, ya que a su patio no llegaría el sol hasta bien entrada la mañana. Al salir a la calle Carrera, le cegó la luz, el fogonazo de las casas blancas en las que reverberaba la claridad de agosto. Entornó los ojos con la rutina de la costumbre y no prestó atención a los movimientos de la vecindad sumida como iba en su preocupación. Al regreso sí reparó en el coche aparcado, ¿estaba ahí cuando he salido? -se preguntó-, y en las personas que merodeaban por la casa quemada.



Xosé A. Perozo. La tragedia de Puerto Hurraco.
Editorial Planeta. 2004.

jueves, 9 de febrero de 2012

Helena o el mar del verano

Helena y yo íbamos silenciosos. De cuando en cuando Helena se paraba, cogía unas cuantas zarzamoras y me ofrecía la mitad. Unas, las del sol, estaban calientes y mates; otras, las de la sombra, estaban frías y brillantes. Otras veces las cogía yo y le ofrecía a Helena y comíamos juntos, mirándonos a los ojos, con la cara llena de manchas de jugo morado. Y seguíamos andando muy juntos, sin hablar nada, pero temblando.



Julián Ayesta. Helena o el mar del verano.  
Acantilado, 2002.