jueves, 24 de mayo de 2007


Caminaba sin rumbo fijo,
deambulando,
eligiendo al final
de cada calle
si girar a izquierda o derecha.

Su vestuario era el de siempre,
botas negras,
pantalón vaquero,
camiseta
y un abrigo largo
algo roído.

En uno de sus bolsillos
guardaba
un revolver
del tamaño de la palma
de su mano,
con el tambor alojando
únicamente una bala.

Y en el otro
un cuaderno,
un bolígrafo negro
y algunas monedas
para un café.

Analizaba
cualquier calle,
edificio,
esquina
por la que pasaba.

Y buscaba,
uno a uno,
un cruce de miradas
con el resto
de caminantes.

De vez en cuando
se paraba,
se sentaba en algún
banco cercano
y sacaba su cuaderno.

No forzosamente
para escribir,
si no únicamente
para sentirlo
entre sus manos.

Pasaban horas,
y nunca el número
de calles recorridas
era el suficiente.

Siempre había
algo que descubrir,
algún maniquí
en un balcón
al que observar,
o alguien
cantando
desde una cocina.

Frecuentemente,
descubría
su mano en el bolsillo
acariciando el revolver,
y aunque
guardaba esa bala
para el día
en que no quisiese
seguir,
no era la primera
vez
que deseaba
dispararla.

Y así,
día tras días,
sin cambio alguno,
se convertía
en un peatón anónimo
en el que nadie reparaba,
un turista de las mismas calles
una y otra vez.

Y de esa manera
se sentía tranquilo,
sabiendo que,
nunca,
sabía de antemano
que dirección escogería.

Y que,
en cualquier caso,
siempre podía
pararse
y tomarse un café.

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