lunes, 1 de agosto de 2011

Cosas que los nietos deberían saber



Un domingo por la mañana me compré una bici en una tienda de Burbank y estuve un par de horas dando vueltas por la ciudad. Me sentí muy bien, deambulando de aquí para allá sin tener que preocuparme de nada por una vez. Podía ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa: era domingo y no me daba la gana de pensar en lo solitaria y difícil que era mi vida. Pasé al lado de unos cines y decidí entrar en la sala. Até la bici a las barras del aparcamiento y entré en la sala. A las dos horas salí y vi que alguien se había llevado mi bici. La había tenido durante cinco horas exactamente. Me llevó meses ahorrar lo suficiente para poder comprarme otra.



Mark Oliver Everett. Cosas que los nietos deberían saber. Blackie books. 2010.

miércoles, 27 de julio de 2011

Walden.

Exageramos la importancia del trabajo que hacemos y,sin embargo, ¡cuántas cosas dejamos por hacer!

La mayoría de los lujos, y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo no son indispensables, sino que resultan verdaderos obstáculos para la elevación de la humanidad.

Cada generación se ríe de la moda antigua, pero sigue religiosamente la nueva.

El objetivo principal no es que la humanidad esté bien y honestamente vestida, sino, indudablemente, que las corporaciones se enriquezcan.

Si se afirma que la civilización es un verdadero avance en la condición del hombre, debe demostrarse que ha producido mejores residencias que no resulten más caras.

El cantero que termina la cornisa del palacio tal vez regrese por la noche a una choza peor que una tienda.

Quiero decir que no deberían jugar a la vida o sólo estudiarla, sino vivirla en serio de principio a fin.

Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme sólo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida, pues vivir es caro, ni quería practicar la resignación a menos que fuera completamente necesario.




Henry David Thoreau. Walden. Catedra. 2010.

miércoles, 29 de junio de 2011

Una mosca en la sopa - Charles Simic

La última tarde que fui a verla a la calle Doce Oeste, llevaba una botella de vino francés y una lata de paté. Mi padre acababa de darme algo de dinero y estaba muy contento. Pensaba que nos sentaríamos y beberíamos, como siempre. Pondríamos la música muy baja, algún disco de Billie Holiday o de Lester Young. "Blue Lester" o "Lady Be Good", quizá. La noche caería lentamente y ella encendería las luces. Cambiaría el disco y elegiría canciones todavía más tristes. Escucharíamos "Moanin' Low" y "Mean to Me" y se haría de noche. Me acercaría a ella y hundiría mi cabeza entre sus piernas. O esperaría a que la oscuridad fuera total y le diría que la quería. Me sentía temerario, ebrio de confianza.
La puerta del portal estaba abierta, y subí los escalones de dos en dos hasta llegar a su casa y llamé. Como no contestaba, aporreé la puerta con el puño. Por fin oí unos pasos pesados, se abrió la puerta y apareció un hombre que al parecer acababa de despertarse. Era de mi edad. Hasta se parecía a mí. Recuerdo que llevaba la camiseta empapada en sudor. Se quedó allí, esperando que yo dijera algo y yo farfullé una disculpa y bajé las escaleras a toda prisa.
Nunca regresé, y no fue por falta de ganas. No sé quién era esa mujer y tampoco el hombre que me abrió la puerta. Busqué su nombre en revistas literarias durante años, pero nunca lo encontré. Hace poco pensé en ella, cuando pasaba por la calle Doce Oeste. Recordé que todavía conservo parte de uno de sus poemas. Está escrito en una hoja con el membrete del Hotel Drake, de Chicago, y tan sólo consta de ocho versos.




Charles Simic. Una mosca en la sopa. Vaso Roto Ediciones. 2010.

miércoles, 15 de junio de 2011

El frío, de Thomas Bernhard

Sentía verguenza de haber venido aquí, a una asistencia ordenada. De haber salido del caos de una familia desamparada, ya casi totalmente destruida, para ser cuidado. Aquí, de repente, me daban comidas a horas exactamente establecidas, me dejaban en paz en fin de cuentas y, por una vez, podía realmente dormir a gusto, lo que en casa no me había sido posible ya desde hacía semanas, ninguno de nosotros había podido dormir ya, todo se había concentrado en nuestra madre, enferma de muerte, a la que había que atender ininterrumpidamente desde el punto de vista médico. El marido de mi madre, mi tutor, y mi abuela se habían sacrificado en el verdadero sentido de la palabra y, de forma totalmente abnegada, se habían hecho cargo de todo lo que, de otro modo, sólo puede hacerse en una clínica, por ejemplo, administrar inyecciones a cada hora, día y noche, durante meses, y en definitiva durante mucho más de un año, y todo lo demás que sólo puede saber, comprender y apreciar quien lo ha hecho o lo ha visto de cerca con sus propios ojos. Con qué ligereza formulan sus juicios los que nunca se han visto en una situación así, y no saben nada del sufrimiento.


Thomas Bernhard. El frío. Anagrama, 1996.