La última tarde que fui a verla a la calle Doce Oeste, llevaba una botella de vino francés y una lata de paté. Mi padre acababa de darme algo de dinero y estaba muy contento. Pensaba que nos sentaríamos y beberíamos, como siempre. Pondríamos la música muy baja, algún disco de Billie Holiday o de Lester Young. "Blue Lester" o "Lady Be Good", quizá. La noche caería lentamente y ella encendería las luces. Cambiaría el disco y elegiría canciones todavía más tristes. Escucharíamos "Moanin' Low" y "Mean to Me" y se haría de noche. Me acercaría a ella y hundiría mi cabeza entre sus piernas. O esperaría a que la oscuridad fuera total y le diría que la quería. Me sentía temerario, ebrio de confianza.
La puerta del portal estaba abierta, y subí los escalones de dos en dos hasta llegar a su casa y llamé. Como no contestaba, aporreé la puerta con el puño. Por fin oí unos pasos pesados, se abrió la puerta y apareció un hombre que al parecer acababa de despertarse. Era de mi edad. Hasta se parecía a mí. Recuerdo que llevaba la camiseta empapada en sudor. Se quedó allí, esperando que yo dijera algo y yo farfullé una disculpa y bajé las escaleras a toda prisa.
Nunca regresé, y no fue por falta de ganas. No sé quién era esa mujer y tampoco el hombre que me abrió la puerta. Busqué su nombre en revistas literarias durante años, pero nunca lo encontré. Hace poco pensé en ella, cuando pasaba por la calle Doce Oeste. Recordé que todavía conservo parte de uno de sus poemas. Está escrito en una hoja con el membrete del Hotel Drake, de Chicago, y tan sólo consta de ocho versos.
Charles Simic. Una mosca en la sopa. Vaso Roto Ediciones. 2010.